La soledad de Prat

Muerte de Arturo Prat, de Thomas Somerscales.

(Publicado en El Diario Austral de Osorno el 22 de septiembre de 2002)

Sigo la polémica sobre la obra Prat de Manuela Infante y veo que hay tanto ruido y humo que, una vez más, como ya ocurriera el 21 de mayo de 1879, el grueso de la marinería no acompañará al héroe en su incursión sobre la cubierta del Huáscar.

Leo la versión de la obra completa que publicó La Segunda cuyo tamaño no excede al de un sketch y me parece un texto inane. Habría que ver la obra montada para hacer un juicio más certero, pero la primera impresión es que es teatro surrealista bastante menor, sin rozar siquiera la fuerza de autores como Jorge Díaz o Ionesco. Incluso la forma de abordar el dilema del héroe, un tema de gran enjundia para la literatura y que parecía central a la hora de recibir el apoyo del Fondart, es superficial.

Pero la obra, gracias al marketing grandilocuente y patriotero de los almirantes en retiro, se ha convertido en un asunto central del quehacer nacional y ha dado pie a los infaltables descerebrados para que aconsejen con sus métodos mafiosos a Manuela Infante de que es mejor que se retracte de lo hecho. Yo prefiero decirle a la autora que su obra es mala, que el Fondart ha tirado la plata, pero jamás impediría que quién quiera leerla o verla se forme su propio juicio sobre ella que puede contrariar al mío. Y no creo que haya profanado la figura de Prat más de lo que lo hicieron en vida los antecesores de los mismos que ahora se rasgan las vestiduras.

He tenido varias visiones de Prat. La heroica de libro de texto escolar en la infancia. La del dilema ético y moral que se estudia en la universidad. Un tiempo llegué a la conclusión de que con su deber no más cumplió ya que el abordaje de las naves enemigas estaba en los manuales de la guerra naval de la época. Al final he llegado a la conclusión de que Prat era un hombre muy común, porque los héroes no mueren como héroes, sólo los hombres comunes lo hacen.

Hay muchos indicios de que al igual que en la famosa pelea de Lord Cochrane con el almirantazgo británico, Prat no estaba a gusto con los jefazos de la Armada que no reconocían ni sus méritos ni los de su generación. El intransigente almirante Juan Williams Rebolledo no sólo le llamaba «marino-literato», sino que le negaba los destinos que hacen feliz a un marino. Además, el sueldo era poco y Prat se veía obligado a controlar férreamente los gastos para sacar adelante a su familia.

Williams y su camarilla muy posiblemente recelaban de la decisión de Prat de estudiar derecho (fue el primer marino que obtuvo un título universitario), lo que le abría un mundo de relaciones políticas y sociales muy importantes. Allí hay al menos tres datos que muestran su interés por la política y sus relaciones con ella: la tesis de grado de Prat con sus observaciones a la Ley Electoral de 1874, su asesoría en la redacción de la Ley de Navegación de 1878, y su actuación como espía en Argentina por petición expresa del Gobierno chileno.

Descolgado de la escuadra que ha zarpado al norte, Prat logra meterse como secretario del ministro de Guerra en campaña Rafael Sotomayor -un político- y llega así al escenario bélico, del que había quedado marginado. Allí, a Williams Rebolledo no le queda otra que darle un mando, la Covadonga, el barco más chico de la flota.

No es ninguna locura pensar que de no haber cambiado mucho las cosas en la Armada, Prat hubiera acabado dedicándose al ejercicio de la abogacía e incursionando en política de la mano de los liberales.

¿De dónde venía esta animosidad de los almirantes con Prat? A él le correspondió defender a su amigo Luis Uribe Orrego por los delitos de desobediencia y desacato (se había casado con una viuda en Inglaterra sin el consentimiento de sus jefes). Prat probó que Uribe era inocente demostrando los procedimientos arbitrarios del almirante José Anacleto Goñi Prieto. ¿Qué pensaría el alto mando naval de este abogado listillo que libraba a un simple teniente de la ira de un almirante?.

No era Prat, entonces, la encarnación de rígidos modales militares como los que posteriormente se introducirían en Chile, sino que era bastante «paisano». Como en las mejores historias, nadie pensaba que allí se ocultaba un héroe.

El combate naval de Iquique fue un enfrentamiento extraño. Nada doctrinal. En sólo 17 años, el período que va de la batalla de Lepanto (1571) a la derrota de la Armada Invencible (1588), la táctica naval sufrió un cambio radical. Mientras en Lepanto se luchó al abordaje, que era la técnica milenaria, la Armada de Felipe II fue liquidada a cañonazos.

Esto estableció una diferencia esencial entre la doctrina naval española y la británica, las dos potencias marítimas más importantes de ese tiempo. Mientras la española mantuvo el concepto de la fortaleza flotante, con tropas embarcadas, armas antipersonales y espolones, los ingleses basaron toda su fuerza en los cañones. Lord Cochrane y su afición por los abordajes y los golpes de mano eran, de hecho, un elemento extraño en la marina británica del siglo XIX.

Prat sabía que la contienda era desigual y así lo dijo a su gente. Lo que no dijo es que la ilusión de la victoria rondó su mente. «Si viene el Huáscar, ¡lo abordo!», habría dicho la noche anterior. No estaba patrióticamente loco, ése era el único procedimiento posible. Un abordaje masivo habría desencadenado una fenomenal lucha en el barco peruano y allí las posibilidades eran 50/50. Estaba en los manuales.

Estoy convencido de que Prat nunca dudó si saltar o no que es el típico debate popular en Chile. Tampoco creo que hiciera muchas reflexiones morales sobre la vida o la muerte. Saltó profundamente convencido de que era su única posibilidad de vencer.

Al otro lado sólo estaban la muerte o la rendición. Y de hecho la posibilidad de victoria no era banal, aunque hoy parezca increíble. Salvo Aldea y Ugarte, ninguno de los demás chilenos lo siguió. Y esa soledad es la que convirtió en mito su heroísmo, porque a nadie se le oculta que esos marineros despistados o ateridos de miedo que no saltaron somos, en realidad, todos los chilenos de ayer y de siempre. Serrano y doce más lo intentaron arreglar en el segundo espolonazo, pero hacía falta una treintena de hombres para un abordaje con posibilidades de éxito.

Es esta soledad de Prat en el momento clave el que le ha pasado una factura moral al país desde hace decenios y en él se asienta la fuerza popular de su leyenda. Por eso se hacen chistes sobre el abordaje, intentando minimizar la vergüenza que nos produce que le dejáramos casi solo.

Las necesidades de la política y de la guerra crearon una formidable campaña publicitaria en torno a Prat. Lo convirtieron en banderín de enganche de las tropas que luchaban en el norte. Y su poderoso mito, ya domesticado por los grandes intereses y transmutado en leyenda políticamente correcta, comenzó a crecer y a enseñarse en las escuelas y a transformarse en patrimonio de los mismos que antes querían mal a Prat.

Su viuda, en cambio, planteaba en su carta a Miguel Grau, el comandante del Huáscar, que estaba segura que de haber podido, el almirante peruano habría impedido la muerte de Prat y «habría ahorrado un sacrificio tan estéril para su Patria como desastroso para mi corazón».

¿Estéril? ¿Habrán acusado de antipatriota a doña Carmela Carvajal? Claro, ella no podía verlo de otra forma, porque el héroe era ese hombre que dormía en su cama y que era el padre de sus hijos. Un hombre común. Porque sólo los hombres comunes son capaces de revestirse de heroísmo.

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